lunes, 14 de septiembre de 2009

El Batallón de San Patricio ¿héroes o traidores?, por Carlos Betancourt Cid


A mediados de agosto de 1847, las milicias estadounidenses acechaban las goteras de la capital mexicana. Desde el día 17, el Batallón de San Patricio, formado en su mayor parte por nacidos en Irlanda, se encontraba acuartelado en la Ciudadela. Dos días después recibieron la orden de pasar a defender el bastión ubicado en el convento de Churubusco. El 20 se libró en ese sitio un fuerte enfrentamiento contra los invasores estadounidenses, en el que los integrantes de esa legión de extranjeros, que luchaban por la bandera mexicana, definieron su trágico destino.

La polémica en torno de este grupo militar en esa injusta guerra es por demás controversial. Por un lado, en México se les considera héroes, pues arriesgaron su vida en la defensa de una patria que no era la de su origen, mostrando gran valentía y arrojo por la causa de aquellos con los que compartían la misma religión, pero también un sentir solidario que se evidenció con denuedo en los escenarios de guerra donde les tocó participar.

No obstante, desde el punto de vista estadounidense, han sido tomados como traidores, pues la deserción y la falta de lealtad a sus tropas no podían obtener otro calificativo. Tras la derrota y su aprehensión la saña con que se llevó a cabo su suplicio, además de servir como ejemplo para los dominados por la fuerza de las armas, significó una ruda muestra de lo que eran capaces de hacer los vencedores de una guerra desigual, en la que México tuvo mucho que perder.

La historia comenzó así: una vez consumada la independencia nacional en 1821, entre los asuntos que más urgía resolver para México destacaba la inestabilidad originada por la situación de Texas, que acarreó graves consecuencias, sobre todo en la relación con el país vecino del norte: Estados Unidos de América. El apoyo inicial a la independencia texana y la posterior insistencia por incorporar esta porción territorial a la Unión Americana fueron las causas esenciales de un distanciamiento que condujo a la guerra entre ambas naciones.

La aceptación de la iniciativa por parte del gobierno estadounidense que formalizaba la adhesión de la región norteña de México —sureña de Estados Unidos—, coincidió con la llegada de James K. Polk a la presidencia, político de talante anexionista que no escondió sus verdaderas intenciones. En diciembre de 1845, Texas se convirtió en una estrella más del pabellón de las barras blancas y rojas.

Los conflictos por definir las líneas divisorias detonaron el enfrentamiento que desde mucho antes se vislumbraba inevitable. Para presionar a los mexicanos, en enero de 1846, el presidente Polk ordenó al general Zachary Taylor avanzar con sus tropas hasta las orillas del Río Grande, lejos del límite de las riberas del Nueces, pactado anteriormente entre ambas naciones. El 26 de abril, las tropas mexicanas atravesaron las márgenes del afluente, donde trabaron batalla con los invasores. El 12 del mes siguiente, el Congreso en Washington aprobó la declaración formal de las hostilidades.

Iniciada la campaña, e incluso antes de que ésta se ratificara, un gran número de deserciones asoló a las tropas de aquel país. Para marzo de 1847, el general adjunto en Washington anunció el ofrecimiento de recompensas a quien ayudara a la captura de más de 1000 evadidos. Las difíciles circunstancias de algunos reclutados —sobre todo por su calidad de inmigrantes y católicos—, fue lo que incitó a malos tratos por parte de los nacidos estadounidenses, provocando que pasaran a engrosar las filas mexicanas.

Pero también existían otras motivaciones para abandonar a las huestes ocupantes. El propio Antonio López de Santa Anna firmó comunicados que se repartieron entre los agresores. En ellos se apelaba a que en México no existían distingos de raza, como sucedía en la nación del norte, además de extender el ofrecimiento de terrenos cultivables para los soldados una vez terminada la guerra.

Hacia abril de 1846, antes de la declaración formal de guerra, entre los desertores se encontraba un irlandés llamado John Riley, quien organizó una compañía con 48 de sus compatriotas. En agosto siguiente, en plena conflagración, ya contaba con 200 hombres. Había algunos mexicanos nacidos en Europa, inmigrantes de diversas nacionalidades del viejo continente (como alemanes y polacos), además de un numeroso contingente de sus coterráneos. En su mayoría practicaban la religión católica.

Riley cambió la denominación del escuadrón, que era conocido como la Legión de Extranjeros, al de Batallón de San Patricio, en homenaje al santo patrono de la isla que lo vio nacer y adoptó una bandera de seda verde esmeralda que tenía la imagen del santo bordada en plata por un lado, con un trébol y un arpa en el otro. Se cuenta que el lábaro llevaba la leyenda “Viva la República de México”.

La participación de este grupo militar fue notable. Uno de los episodios donde se comienza a patentizar su fiereza fue la batalla desarrollada en Monterrey, entre el 21 y el 26 de septiembre de 1846. En ella, los San Patricios, que operaban junto a los escuadrones de artillería, propinaron un duro golpe a los invasores, pues de los 400 muertos que tuvieron en el enfrentamiento, la mayoría había caído bajo la metralla irlandesa que defendía la bandera mexicana.

Con estas experiencias, la organización del batallón se iba incrementando. El 22 de febrero de 1847, un periódico de gran influencia, el Monitor Republicano, destacaba su presencia en San Luis Potosí, después de la derrota en Monterrey, aludiendo a la disciplinada marcha ante la oficialidad, en la que se mostraban perfectamente armados y equipados. Además, se hacía notar que esos valientes hombres habían abandonado una de las más injustas causas y que se unían fraternalmente a los mexicanos, con quienes tenían más afinidades que con los ocupantes.

La siguiente ocasión para demostrar su adhesión se presentó en la famosa batalla de la Angostura, que los estadounidenses conocen como Buena Vista y que se inició el 22 de febrero de 1847. Ahí, el Batallón recibió la asignación de una batería con tres cañones de 16 libras, los más grandes de que disponía el ejército mexicano. Ocuparon la parte alta del terreno en un flanco desde donde se podía tirar con mayor facilidad sobre el enemigo. En el fragor de la batalla capturaron dos cañones de seis libras del ejército enemigo.

El Batallón de San Patricio se formaba entonces de 80 combatientes, de los cuales perdieron la vida 17 soldados rasos y dos sargentos. Sin embargo, la valentía mostrada no fue suficiente y después de más de 48 horas de lucha intensa, Santa Anna ordenó el retiro del ejército mexicano, dejando el camino libre para que los invasores avanzaran hacia el centro del país.

Su entrega en los campos de batalla produjo que el 5 de abril se oficializara, mediante propuesta del diputado Eligio Ancona, el ingreso oficial de oriundos irlandeses en la defensa mexicana.

El 20 de agosto amaneció llenó de nubes; se presagiaba una terrible tormenta. Acorralado en Churubusco por las fuerzas enemigas, que venían de una acción exitosa en Padierna, el ejército mexicano, comandado por los generales Manuel Rincón y Pedro María Anaya, mostró una valentía inusitada en la defensa del baluarte al sur de la ciudad; sin embargo, la falta de apoyo por parte de Santa Anna, quien se había retirado hacia la población de Guadalupe Hidalgo, redundó en la derrota, que condujo al confinamiento como prisioneros de guerra de los miembros del batallón irlandés.

En las versiones estadounidenses se destaca el valor de los San Patricios en esa gesta, aunque desvirtuar su presencia también es nota recurrente. Por ejemplo, se cuenta que los irlandeses, en su afán por no darse por vencidos, acribillaban a los mexicanos que intentaban mostrar la bandera blanca de rendición, lo cual no es ciertamente comprobable. Empero, el parque de las milicias mexicanas no fue suficiente, y los invasores obtuvieron una victoria contundente.

Llegó a 85 el número de cautivos de las compañías de San Patricio, quienes fueron encadenados en las prisiones establecidas con este propósito en San Ángel y Mixcoac. Se decidió someter a 75 de ellos a consejo de guerra. La mayoría fue condenada a la horca, porque se consideró que no merecían el honor de morir fusilados. A unos pocos, que lograron así salvar la vida, entre ellos el propio John Riley, les impusieron la pena de cincuenta azotes. También los marcaron con la letra D, con un hierro candente, en la mejilla, cicatriz que evidenciaría su traición mientras vivieran.

Los primeros 16 condenados fueron ahorcados en San Ángel el 10 de septiembre de 1847. La ejecución de los restantes 30 sucedió el día 13. Sucumbieron en la horca en un camino desde donde se podía observar a la distancia el castillo de Chapultepec.

El coronel enemigo William Selby Harney, irónicamente de ascendencia irlandesa, conocido por su crueldad, estuvo a cargo de hacer cumplir la sentencia. Decidió coordinar las ejecuciones con el asalto de su ejército al cerro de Chapultepec. Construyó un cadalso en una ligera elevación del terreno desde donde se veía claramente la fortaleza y colocó a los prisioneros sobre unas carretas, con la soga al cuello y con la cara hacia donde se libraba la batalla. Esperó hasta que todos pudieran percatarse de que en el castillo era arriada la bandera mexicana en señal de derrota, y en su lugar se izaba la de las barras y las estrellas. El oficial con su espada dio una orden y las carretas dejaron en vilo a los sentenciados, hasta que murieron sofocados.

Siglo y medio después, el 29 de abril de 1999, el Congreso de la Unión mexicano declaró a los combatientes civiles y militares de la guerra de invasión estadounidense como “Benémeritos de la Patria” en grado heroico, y para honrarlos se les dio el nombre genérico de “Defensores de la Patria 1846-1848”. Esa leyenda se fijó con letras de oro en el Muro de Honor del edificio sede del Poder Legislativo, junto con el nombre “Batallón de San Patricio” en homenaje a los soldados extranjeros que formaron ese memorable contingente que derramó su sangre por nuestro país.

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