lunes, 14 de septiembre de 2009

Esperando al enemigo, por Raúl González Lezama



México se encontraba ocupado por el ejército de Estados Unidos en 1847; la excusa que desató la guerra fue que México había invadido su territorio, la verdadera razón: arrebatarle todo el territorio posible.

Tras las terribles derrotas sufridas por las fuerzas mexicanas en el inicio de la guerra, los principales generales mexicanos, reunidos en la capital meses antes, el 20 de mayo, planearon la estrategia para enfrentar a los estadunidenses. Se creyó que la mejor opción era la defensa de la capital a todo trance. Para resguardar la Ciudad de México, se creyó suficiente fortificar sus puntos de acceso y vigilar el perímetro mismo de la ciudad. Se iniciaron las obras necesarias para lograr estos objetivos.

Para cubrir el oriente, se fortificó el Peñón Viejo. Mexicalcingo, la Hacienda de San Antonio Abad y el convento y puente de Churubusco se encargarían de guarnecer el acceso a la ciudad por el sur. Por su parte, la artillería situada en Chapultepec tendría la misión de cubrir los caminos que desde el oeste conducían a las garitas de Belén y San Cosme que, al igual que Santo Tomás, habían sido reforzadas. En las proximidades de la Villa de Guadalupe se iniciaron obras en los cerros de Zacoalco y Guerrero, interrumpidas después para limitar la defensa a las garitas de Nonoalco, Vallejo y Peralvillo.

El total de las fuerzas reunidas en México por Santa Anna, incluida la caballería de don Juan Álvarez, ascendía a 20 mil hombres con unos cien cañones. La estrategia salvadora de Santa Anna era puramente defensiva, y consistía en guardar con el grueso de su artillería y de sus fuerzas los puntos de su primera línea de fortificaciones, contando como cuerpos volantes exteriores con la división de caballería de Álvarez. Estos últimos tendrían la misión de hostilizar al enemigo y atacar su retaguardia cada vez que intentara atacar alguno de los puntos fortificados.

Para no alertar al enemigo, un decreto promulgado por bando el 8 de junio prohibió que se publicara en los periódicos –o en cualquier otro medio– noticias o comentarios que pudieran revelar el estado de defensa de la ciudad, la ubicación de los puntos fortificados, las fuerzas que los guarnecían, así como el número y la condición de las piezas de artillería. Los infractores serían tratados como espías. También se exhortó a los particulares para que entregaran las armas que poseyeran, disposición que se había acordado desde el año anterior y a la que muy pocos habían obedecido.

Mientras tanto, la esfera civil parecía vivir en otra realidad, pese a la ocupación de Veracruz, principal puerto de la República, y a que los estadunidenses se encontraban a un par de jornadas de la capital, la vida política continuaba. El 21 de mayo se convocó para ser jurada el Acta Constitutiva y de Reformas; días más tarde, se convocó a la elección de diputados, como si fuera posible en momentos tan críticos agitar discrepancias políticas.

En cambio, el Ayuntamiento realizó grandes esfuerzos para prepararse. Se habilitaron depósitos de víveres, hospitales y cárceles. En las calles se abrieron fosos, se desmontó la plaza de toros, la madera obtenida fue transportada en coches particulares para emplearla en las obras de defensa. La ciudad entera se convirtió en un cuartel. A cada uno de los regidores le fue asignado un sector al cual se dirigiría al momento de sonar la señal de alerta. Allí atenderían cualquier eventualidad que pudiera suscitarse.

Por fin, el 9 de agosto, a eso de las tres de la tarde, la campana mayor de la Catedral anunció la proximidad del enemigo. El barullo de la vida urbana casi desapareció de inmediato, y sólo se escuchaba por las calles el resonar de los pasos de la infantería y el choque de las herraduras de la caballería sobre el empedrado.

El general estadunidense Winfield Scott, habiendo ordenado un reconocimiento previo del terreno, se percató de que éste se encontraba perfectamente fortificado. Decidió realizar simplemente un rodeo e intentar penetrar en la ciudad por el sur. De esta manera, la mejor carta de México quedó inservible.

Empleando veredas que nuestros estrategas habían creído intransitables para la artillería, los invasores se aproximaron a la capital desde el sur y conquistaron las posiciones de Padierna y Churubusco. Santa Anna se vio obligado a aceptar un armisticio el 23 de agosto. Las hostilidades se suspendieron y tuvo lugar un intercambio de prisioneros. Para escuchar la propuesta de paz de los estadunidenses, fueron nombrados, en representación de México, los señores José Joaquín de Herrera, Bernardo Couto e Ignacio Mora y Villamil.

En medio de esta tregua, que se prolongó hasta el 7 de septiembre sin que los negociadores lograran un acuerdo, se dio el primer contacto de los civiles con los míticos angloamericanos.

Por la mañana del 27 de agosto, una caravana estadunidense, compuesta por unas cien carretas y escoltadas por elementos de su caballería, se presentó ante las garitas que guarnecían el acceso a la ciudad, y exigió con la mayor tranquilidad, que se le permitiera el paso. El artículo 7º del armisticio había dispuesto que las autoridades mexicanas civiles y militares no obstaculizaran de ninguna manera el tránsito de víveres de la ciudad o del campo que necesitara el ejército estadunidense. Para los yanquis, nada parecía más natural y práctico que evitar los intermediarios y pasar ellos mismos a buscar sus suministros al interior de la ciudad. Los sitiados, un tanto desconcertados y con una ingenuidad digna de mejor título, no vieron inconveniente en permitirles ingresar.

Los soldados estadunidenses, convertidos en visitantes, realizaron la compra de sus víveres ypenetraron hasta la Plaza de la Constitución a sacar dinero depositado en algunas casas de comercio extranjeras. La gente del pueblo no podía creer lo que veía: una fuerza enemiga en el centro de su ciudad adquiriendo tranquilamente los elementos necesarios para seguir haciéndoles la guerra. Al asombro siguió la indignación y comenzaron a hacerse escuchar los mueras dirigidos a los invasores y al general Santa Anna, al que acusaban de traidor. Acto seguido, una lluvia de piedras comenzó a caer sobre las carretas, sus conductores y la escolta que los acompañaba. Viendo el cariz que tomaban las cosas, los efímeros turistas optaron por abandonar la escena con la mayor celeridad. No hubieran podido lograrlo sin la ayuda de 2500 hombres de nuestras tropas que fueron enviados para protegerlos y para contener a la multitud que llegó a rebasar las 30 mil personas.

Sin haberse concretado la paz, la breve tregua concluyó. La Casa Mata, el Molino del Rey y el Castillo de Chapultepec eran los últimos reductos fortificados que salvaguardaban la Ciudad de México. Los habitantes de la capital, esperanzados en que los soldados que custodiaban estos puntos pudieran detener a los invasores, permanecieron en vela en espera del enemigo.

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